No es lo que parece, mintió Gregor a su esposa que incrédula lo miraba acostado junto a una cucaracha.
No es lo que parece, mintió Gregor a su esposa que incrédula lo miraba acostado junto a una cucaracha.
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El pequeño pez estaba seguro de que el niño que lo miraba detrás del vidrio, estaba cautivo.
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Fernando Hernández. Cuando nombraron al ganador escuché mi nombre. Sorprendido, me dirigía al escenario para recoger el prestigioso premio. Pensé, mientras caminaba, que mi vida no volvería a ser todo lo tranquila que había sido hasta ese momento. La gente me pararía por la calle, para pedirme autógrafos. Los paparazzis me perseguirían a todas horas, incluso a mis vecinos. Me tendría que mudar a uno de esos chalets que tienen una gran tapia para preservar la intimidad de los propietarios. Los que me conocen venderían mis intimidades en los programas sin escrúpulos por un puñado de euros. Me pasaría el día desmintiendo rumores falsos. Mi madre, mi mujer, y mis hijos, sufrirían un acoso social permanente. Y de la playa nudista, donde veraneamos todos los años, ni hablamos. Cuando estaba subiendo las escaleras del escenario me agarró mi mujer por detrás, algo sofocada. - Cariño, dijo Fernando Hernández, no Hernando Fernández - De la que nos hemos librado, cariño, –contesté aliviado.
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Atravesando la vía, el felino recuerda que ha sido atropellado en seis ocasiones.
-¡Que extraño! -dijo la muchacha avanzando cautelosamente-. ¡Qué puerta más pesada! La tocó, al hablar, y se cerró de pronto, con un golpe. -¡Dios mío! -dijo el hombre-. Me parece que no tiene picaporte del lado de adentro. ¡Cómo, nos han encerrado a los dos! -A los dos no. A uno solo -dijo la muchacha. Pasó a través de la puerta y desapareció.
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Encima de un enorme iceberg a la deriva por el Atlántico Norte, un señor de Cuenca, funcionario de correos, y un pingüino discutían por el precio de un sello. El debate era agrio, visceral, a cara de perro, y quizás hubiera durado días, meses, años. Pero el iceberg no.
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Cuando falló el segundo motor del avión de pasajeros y el aparato empezó a perder altura, el copiloto pidió la inmediata dimisión del comandante de la aeronave, a quien hacía responsable de la inevitable catástrofe. En su opinión, la prepotencia del piloto fue lo que le impidió reaccionar tras el fallo del primer motor, confiando en su habilidad para remontar la situación y demorando el protocolo de emergencia previsto en esos casos.
Por su parte, con el avión entrando en caída libre, el piloto hizo un llamamiento a la calma y denunció ser objeto de una persecución injusta. También acusó a su subordinado de no perseguir otro objetivo que hacerse con el poder a toda costa. Mientras tanto, una parte del pasaje se había amotinado junto a la cabina de vuelo y hubo que hacer uso de la fuerza para restablecer el orden. Los afectados protestaron, al considerar que las medidas para desalojarlos habían sido desproporcionadas.
Como era de prever, con el avión ya fuera de control, el cruce de acusaciones entre unos y otros, mezcladas con gritos de pánico, ganó en intensidad conforme se hacía visible la zona en la que –todos ellos– iban a estrellarse. No obstante, en un último intento de mirar hacia el futuro, se apeló a la necesidad de unir esfuerzos a fin llegar a un acuerdo in extremis. Pero, incapaces de alcanzarlo, todas las partes decidieron, finalmente, volver a reunirse después del accidente.
Desoyó la advertencia y cayó. Y mientras caía comenzó dos cuentas paralelas. Contó los escalones y los huesos que se le iban quebrando. No pueden ser más los escalones que los huesos, reflexionó. En un punto, casi pierde la cuenta, pero no la perdió. Treinta y nueve escalones; diecisiete huesos. La asimetría está asegurada, concluyó, casi feliz. Le encantaba la asimetría. El cuerpo humano sólo tiene doscientos seis huesos y esta escalera no puede tener doscientos siete escalones. Sin embargo, omitió un detalle importante: al pasar por el centésimo escalón, llevaba varios minutos muerto. Se encogió de hombros y siguió cayendo.
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Las viejas zapatillas del abuelo que se paseaban despreocupadas por el barrio, ajenas al devenir de los días; los mocasines marrones de papá, tan elegantes, tan orgullosos, que iban y venían, venían e iban, de casa al trabajo, del trabajo a casa; los zapatos rojos de tacón de mamá, alegres, ruidosos, que siempre estaban deseando que los sacasen a bailar; y mis deportivas, las blancas, las que me habían regalado por mi cumpleaños, esas que, inocentes, jugaban, corrían, saltaban por el parque. Todos, todos, andan desordenados y desparejados por los armarios desde que aquellas botas, tan negras, tan relucientes, tan militares, echaron la puerta abajo y, en medio de la noche, nos sacaron a patadas de casa, desnudos, descalzos.
Sentado a la mesa miro de reojo a mi madre, que mira de reojo a mi padre, que mira de reojo a mi hermano mayor, que me mira de reojo a mí.
El hombre raro se atiborra de comida sin mirar a nadie. Me pregunto quién le habrá invitado.
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En contra de mi opinión, mi socio decoró su nuevo apartamento en blanco y me invitó a cenar para celebrarlo. Acepté el convite y me propuse aprovechar los postres para pedirle que me cediera su parte de la empresa.
En la inspección ocular del día siguiente la policía no tuvo ningún problema en encontrar mis huellas rojas sobre la mesa blanca, los sillones blancos, las paredes blancas, las cortinas blancas...
Créanme, amigos, no era mi intención ponerlo todo perdido pero debo explicar, para mi descargo, que encontré cierta resistencia por su parte.
Despertó cansado, como todos los días. Se sentía como si un tren le hubiese pasado por encima. Abrió un ojo y no vio nada. Abrió el otro y vio las vías.
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Ismael Godínez, lúcido aún, nota cómo su cuerpo se mece como un pelele colgado del techo de la habitación, y se arrepiente de haber cedido a aquel estúpido arrebato. Sus manos actúan de forma autónoma intentando detener la terrible opresión de su cuello, mientras sus pulmones luchan por tragar un poco más de aire. De pronto un pequeño halo de luz se cuela bajo la puerta. Ismael sabe que puede llegar su salvación, pero no se atreve a moverse: ello aceleraría más su estrangulamiento. Para llamar la atención, lanza unos gemidos sofocados. Al otro lado de la puerta sus padres escuchan en silencio, felices de saber que Ismael, por fin, ha traído a casa una amiguita.
Se besaron desnudos, tímidamente, contra el refrigerador. Él se lanzó a introducir, con torpeza, sus senos en el sujetador. Ella le respondió subiéndole los calcetines hasta la rodilla y abrochando el botón de sus pantalones con nerviosismo, mientras que ataba, uno por uno, todos los botones de su blusa. Después, de un tirón, subió la cremallera de su falda. Totalmente entregada al delirio, le incrustó, salvajemente, el jersey, el abrigo y una bufanda de cachemira. Él la asió por las nalgas y a mordiscos, le introdujo las botas. Al abrir el paraguas, ella alcanzó el éxtasis. Él se desplomó al meter, dedo a dedo, las manos en los guantes.
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La atmósfera contaminada ya no pudo detener los rayos nocivos. Protegidos por sus trajes de piel de oso, sólo los esquimales sobrevivieron. Ahora son los únicos habitantes de la Tierra. Pero no son felices: de noche la temperatura mínima es de cuarenta y tres grados centígrados. De día, en cambio, hace calor.
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Cansado de su aislamiento, comenzó a lanzar un sinfín de botellas al mar. En su interior siempre iba escrito el mismo mensaje. Necesito un rescate, no puedo soportar más esta soledad. Mis coordenadas son latitud 38.54 N longitud 1.26 E. Cuando sonó el timbre y ella apareció en el umbral, supo que, esta vez, se había salvado.
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Cuando él se fue aquella mañana, ella se quedó de piedra, perdidas la esperanza y la mirada. Pronto hará tres años y sigue sin moverse, por más monedas que le echen.
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Siempre estuve acosado por el temor a los fantasmas, hasta que distraídamente pasé de una habitación a otra sin utilizar los medios comunes.
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Señor Juez: Y por último hago donación de mis órganos al hospital de la ciudad para lo que estimen conveniente. Si mi corazón sirviera para algún trasplante, deben tranquilizar al receptor si oye de vez en cuando algún sonido extraño. Ella se llama Laura.
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En la puerta había una gorra negra y verde para después de la operación. Marcos tenía once años y un tumor en el cerebro; Javier nueve y apendicitis. Se conocieron en la habitación del hospital la tarde antes. Vaya potra, dijo Javier. Te harán fotos del cerebro como hacen en la tele. Ya no te podrán decir cabeza hueca. Y tú qué, replicó Marcos. Te van a dejar un palmo de cicatriz; luego irás diciendo que fue un navajazo. Por la mañana se despertaron temprano. Para no aburrirse intercambiaron de todo: cuchicheos, risas, cromos de Pokemon y, un instante antes de entrar en el quirófano, las camas.
La mañana que vino en busca de la anciana campesina la encontró en la cocina poniendo un puchero con los garbanzos. Te esperaba desde hace días —le comentó— pero ahora debes sentarte hasta que avíe a los animales, me hallas en mal momento, Lucero está para parir. Le puso un pedazo de queso, una hogaza y una jarra con miel y se fue al aprisco. Tras echar el forraje a las cabras —doble medida por si tardaban en descubrirla— asistió a la parturienta —esto le llevó bastante tiempo, pero ¿cómo iba a dejar sola a la criatura?—, colmó las latas de sardinas con comida para los perros y desgranó una mazorca para las gallinas. Al entrar en la cocina secándose las manos en el mandil la encontró adormilada, con la cabeza apoyada en el mango de la dalla. Ya estoy preparada —anunció—, ¿nos vamos ya o disponemos de tiempo para comernos el cocido? La vieja hilandera miró la olla y respondió que no corría prisa. ¡Ah! —dijo la anciana—, entonces voy a dar una vuelta a los quesos, y se fue hacia la quesera. Cuando regresó, la parca no estaba y se había llevado el puchero.
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Tras varios meses de hospitalización recibió el alta. Aunque físicamente estaba bien, psicológicamente la herida seguía abierta. Tardó bastante tiempo en salir a la calle, pero cuando se decidió, el destino hizo que se topara con el salvaje que casi le arrebata la vida por un portátil y calderilla.
Le siguió hasta un callejón. Un adoquín, junto a la rabia acumulada, transformó aquel rostro odiado en una masa deforme y sanguinolenta. De vuelta a casa, saboreando su venganza, se cruzó con un compro-oro y le vio, miró al vendedor ambulante y le vio, observó al taxista y le vio.
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Sé que crees que no te escucho y no es eso, de verdad que lo intento. Cuando me hablas, tus palabras entran en mis pabellones auditivos, donde se tropiezan con un silencio de catedral. Avanzan firmes hasta que llegan al martillo que las golpea sin piedad contra el yunque mientras ellas, con terror, tratan de sujetarse al estribo. Parece imposible, lo sé, pero algunas consiguen pasar y continuar el camino. Entonces se pierden en el laberinto y rebotan asustadas con el vestíbulo, el utrículo, el sáculo y la cóclea. Finalmente aterrizan en el nervio auditivo. Es él quien las trae rotas a mi cerebro. Es inútil, una vez allí no las entiendo. No sé qué tratas de decirme.
A algunas personas les trasplantan los pulmones. A otras les realizan un trasplante de corazón o de córnea, pero siempre tiene que morir alguien. Mi caso fue distinto. Cuando era pequeño no podía hablar, al menos no como el resto de los niños. Cada sílaba requería el mayor de mis esfuerzos. Sin embargo, mi padre se ganaba la vida con las palabras. Paradójico. Aún recuerdo el domingo que llegó con una máquina de escribir antigua. Yo entré en su despacho mientras él ponía la vieja Olivetti sobre la mesa. Colocó un folio de papel cebolla en el rodillo, me cogió el dedo índice, y escribimos mi nombre. Mi padre lo recortó con unas tijeras, lo hizo una bolita y me dijo: "Rica". En cuanto el papel rodó por la garganta dije mi nombre en voz alta. Desde ese día, mi padre no pudo volver a pronunciarlo. Luego vinieron muchas palabras más. Mi padre me cogía el dedo, me susurraba cosas al oído, las tecleábamos y luego me metía las palabras en la boca. Él nunca más volvía a usarlas. Primero se quedó sin sustantivos, luego sin verbos, más tarde me pasó los adjetivos, los artículos, las preposiciones, hasta que me trasplantó todas las palabras del mundo. Hasta que se quedó mudo.
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No sabemos si fue a causa de su corazón de oro, de su salud de hierro, de su temple de acero o de sus cabellos de plata. El hecho es que finalmente lo expropió el gobierno y lo está explotando. Como a todos nosotros.
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Hubo una vez un rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.
Mi madre tiene barba y mi padre dos grandes tetas. Son la mujer barbuda y el hombre tetudo, respectivamente. Cuando era niño me daba mucho apuro tener unos padres así, y a papá lo llamaba mamá y viceversa, para disimular. Ellos también evitaban llamarme niño elefante fuera del espectáculo.
La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.
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Bajo la luz del flexo la mosca se quedó quieta.
Alargué con cuidado el dedo índice de la mano derecha.
Poco antes de aplastarla se oyó un grito, después el golpe del cuerpo que caía.
En seguida llamaron a la puerta de mi habitación.
–La he matado –dijo mi vecino.
–Yo también –musité para mí sin comprenderle.
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El cantante ajusta su voz y sale al escenario, con estupor observa que el teatro está repleto de perros formalmente sentados en sus butacas. Intenta guardar la calma, ante todo es un buen profesional, cuando acabe la sesión ya pedirá las debidas explicaciones.
Tras su actuación y después de escuchar los aplausos que le dedica la perruna audiencia, se vuelve hacia la orquesta, todos los músicos son también perros de diversas razas y tamaños. Se frota los ojos, se pellizca por todas partes con insistencia intentando despertar, debe tratarse sin duda de un sueño.
Pero no es un sueño, nervioso echa a correr, intenta salir precipitadamente del edificio, pero alguien se lo impide agarrándole con fuerza de un brazo -¿Qué diablos te pasa?
Se vuelve hacia quien le retiene, a su espalda, un enorme bulldog le mira asombrado, arrastrándolo seguidamente hacia la barra de la cafetería del teatro. Allí, atónito, se contempla a sí mismo ante el espejo.
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Sentado en la playa de Izulde, con la espalda apoyada en la pared de roca, Agustín la observa pasear. Ella se entretiene pisando suave y sintiendo la arena entre los dedos. Él juega, con el libro delante de la cara, a leer sin mirar, mientras la ve, de cintura para arriba, por encima de las páginas.
Y como los amores y los placeres son lo mismo, en cierto modo, ella se acerca saltando y bailando con sus dos largas páginas mientras Agustín sonríe y deja el posavasos entre las piernas del libro.
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El drama del desencantado que se arrojó a la calle desde el décimo piso, y a medida que caía iba viendo a través de las ventanas la intimidad de sus vecinos, las pequeñas tragedias domésticas, los amores furtivos, los breves instantes de felicidad, cuyas noticias no habían llegado nunca hasta la escalera común, de modo que en el instante de reventarse contra el pavimento de la calle había cambiado por completo su concepción del mundo, y había llegado a la conclusión de que aquella vida que abandonaba para siempre por la puerta falsa valía la pena de ser vivida.
Está en la sala familiar. Permanece inmóvil, incluso luego de oscurecer. No responde a los que le hablan, ni siquiera a sus más íntimos amigos. Con el transcurso de los días descubrimos que ya no se alimenta. Sabemos que aún respira, pero ya hemos desistido de buscarle conversación. Su mutismo es irreversible. Finalmente alguien lo coloca en una maceta y allí lo dejamos. Procuramos regarlo dos o tres veces por semana.
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Un hombre dudaba entre casarse o no con su novia de toda la vida, con la que llevaba ya seis primaveras. Para hacerse una idea le pidió a un adivino que le mostrase en su bola de cristal cómo estaría ella al cabo de dos años. La bola le mostró una imagen de su novia con al menos treinta kilos de más.
Ante semejante visión, el hombre decidió abandonar a su novia, a su esbelta novia de toda la vida, y ésta, desesperada, sintiéndose morir, rechazada por el amor de su vida, empezó a comer y comer como una loca.
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Un hombre dudaba entre casarse o no con su novia de toda la vida, con la que llevaba ya seis primaveras. Para hacerse una idea le pidió a un adivino que le mostrase en su bola de cristal cómo estaría ella al cabo de dos años. La bola le mostró una imagen de su novia con al menos treinta kilos de más.
Ante semejante visión, el hombre decidió abandonar a su novia, a su esbelta novia de toda la vida, y ésta, desesperada, sintiéndose morir, rechazada por el amor de su vida, empezó a comer y comer como una loca.
El niño que no tenía perras gordas merodeaba por la feria con las manos en los bolsillos, buscando por el suelo. El niño que no tenía perras gordas no quería mirar al tiro en blanco, ni a la noria, ni, sobre todo, al tiovivo de los caballos amarillos, encarnados y verdes, ensartados en barras de oro. El niño que no tenía perras gordas, cuando miraba con el rabillo del ojo, decía: “Eso es una tontería que no lleva a ninguna parte. Sólo da vueltas y vueltas y no lleva a ninguna parte”. Un día de lluvia, el niño encontró en el suelo una chapa redonda de hojalata; la mejor chapa de la mejor botella de cerveza que viera nunca. La chapa brillaba tanto que el niño la cogió y se fue corriendo al tiovivo, para comprar todas las vueltas. Y aunque llovía y el tiovivo estaba tapado con la lona, en silencio y quieto, subió en un caballo de oro que tenía grandes alas. Y el tiovivo empezó a dar vueltas, vueltas, y la música se puso a dar gritos entre la gente, como él no vio nunca. Pero aquel tiovivo era tan grande, tan grande, que nunca terminaba su vuelta, y los rostros de la feria, y los tolditos, y la lluvia, se alejaron de él. “Qué hermoso es no ir a ninguna parte”, pensó el niño, que nunca estuvo tan alegre. Cuando el sol secó la tierra mojada, y el hombre levantó la lona, todo el mundo huyó, gritando. Y ningún niño quiso volver a montar en aquel tiovivo.
Camila sabrá lo que hace, pero a mí no me parece que entrar en la casa embrujada sea una buena idea. Quiero ir a contarles a sus padres lo que va a hacer, pero los amigos de Víctor me detienen, ellos también le temen.
Después de un rato jugando al escondite aparece Víctor que, sonriente, se pierde entre su séquito vitoreante. Un momento después sale Camila, con la mirada perdida, caminando lento. La acompaño a casa, en silencio, y, en la puerta, le pregunto qué pasó en la casa embrujada. Conteniendo las lágrimas me susurra al oído, los fantasmas no existen.
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Me llamo Yanajido. Trabajo en Nagasaki y había venido a ver a mis padres en Hiroshima. Ahora ellos han muerto. Yo sufro mucho por esta pérdida y también por mis horribles quemaduras. Ya sólo deseo volver a Nagasaki con mi mujer y mis hijos. Dada la confusión de estos momentos, no creo que pueda llegar a Nagasaki enseguida, como sería mi deseo; pero sea como sea, yo camino hacia allá. No quisiera morir en el camino. ¡Ojalá llegue a tiempo de abrazarlos!
Cuando el mundo conocido solo era China, el dragón Han se apareció en sueños al rey Tong y le dijo:
—Al despertar solo tendrás un día más de vida y luego morirás. Podrás seguir viviendo si construyes para mí un castillo que dure mil años.
Cuando despertó, el rey olvidó el sueño. Al anochecer, cuando faltaban apenas seis horas para la sentencia, lo recordó y llamó de prisa a sus ministros, consejeros y magos.
—Pronto moriré —concluyó después de contar su sueño —. Si alguno de ustedes tiene una solución quiero oírla.
Divagaron durante horas hasta que uno de los consejeros trajo unas copas de licor. En la del rey echó un fuerte somnífero que lo hizo dormir inmediatamente.
—¿Pero qué hiciste, siniestro consejero? —clamaron en coro los hombres.
—Salvarlo —respondió —. Solo en sueños podrá construir ese castillo.
Estimados clientes, he salido un momento a pedir la mano de Rosaura, la hija del sastre. Llevo demasiado tiempo solo. Si acepta, huiremos juntos de la ciudad, nos casaremos en la primera iglesia que encontremos en el camino, y tendremos dos hijos. Al mayor lo llamaremos Anselmo, por mi abuelo. De lo contrario, volveré en cinco minutos. Gracias y disculpen las molestias.
Plantar un árbol, tener un hijo, escribir un libro. Podía morir tranquilo. Sin embargo cuando le llegó la hora se dio cuenta que jamás había viajado en barco, ni había escalado una montaña, ni se había emborrachado con tequila, entonces se puso en campaña para hacer esas tres cosas antes de morir. Las hizo en poco tiempo y ya en su lecho de muerte cayó en la cuenta de que jamás había cazado un tigre, ni había buceado en aguas cristalinas, ni le había cantado una canción al oído a una muchacha. Se levantó de un salto y salió corriendo. Un tiempo después estuvo a punto de morirse pero recordó que nunca había comido helado de chocolate en la mañana, ni había arrojado flores al río, ni había cantado ópera bajo la ducha.
Dicen que anda haciendo cosas increíbles por el mundo. Sólo tres cosas más antes de morir, dice y sigue viviendo.