martes, 12 de enero de 2021

El hatillo. Jesús Esnaola



Imagen tomada de la Red


Aquella misma noche, tras escuchar la decisión de Marta, subí a la azotea de casa con el fusil de precisión que usaba cuando iba de caza mayor. Saqué los prismáticos y miré con ellos alrededor de todo el edificio, intentando descifrar cuál sería la ruta más probable.

Hasta el amanecer no las oí acercarse. Venían dos juntas. Aguardé a que se separaran. Todo se complicaría mucho si no lo hacían. Tras unos segundos de tensión, una de ellas viró hacia el sur mientras que la otra siguió directa hacia mí. Cargué el fusil. Coloqué la rodilla derecha en el suelo y encajé bien la culata en mi hombro. Un disparo. Tal vez no me diera tiempo de hacer dos.

Apareció su cabeza en la mira telescópica. Contuve la respiración y mi dedo índice apretó suave el gatillo. La cabeza de la cigüeña reventó y el hatillo que llevaba en el pico con mi hijo, con nuestro hijo dentro, se precipitó al vacío. Cuando estaba a mitad de camino del suelo, desapareció como la pólvora de un fuego artificial pero sin luz, sin ruido.

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